Que
no es un saber productivo resulta evidente ya desde los primeros que
filosofaron: en efecto, los hombres –ahora y desde el principio- comenzaron a
filosofar al quedarse maravillados ante algo, maravillándose en un primer
momento ante lo que comúnmente causa extrañeza y, después, al progresar poco a
poco, sintiéndose perplejos también ante cosas de mayor importancia, por
ejemplo, ante las peculiaridades de la luna, y las del sol y los astros, y ante
el origen del Todo. Ahora bien, el que se siente perplejo y maravillado
reconoce que no sabe (de ahí que el amante del mito [philómythos] sea, a su modo, “amante
de la sabiduría” [philósophos]: y es que el mito
se compone de maravillas). Así, pues, si filosofaron por huir de la ignorancia,
es obvio que perseguían el saber por afán de conocimiento y no por utilidad
alguna. Por otra parte, así lo atestigua el modo en que sucedió: y es que un
conocimiento tal comenzó a buscarse cuando ya existían todos los conocimientos
necesarios, y también los relativos al placer y al pasarlo bien. Es obvio,
pues, que no lo buscamos por ninguna otra utilidad, sino que, al igual que un
hombre libre es, decimos, aquel cuyo fin es él mismo y no otro, así también
consideramos que ésta es la única ciencia libre: solamente ella es, en efecto,
su propio fin.
Aristóteles, Metafísica, I, 2.
S. IV a.C.